Un Hitler adicto, al frente de ejércitos drogados
Historia
Un estudio del periodista alemán Norman Ohler arroja nueva luz sobre el rol de los estupefacientes en la vida del líder nazi y entre sus tropas.
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Por Kiko Amat. Para La Vanguardia.
Adolf Hitler invita a la conspiranoia. Por culpa de la naturaleza tenebrosa del dictador la rumorología sobre el tema se halla siempre en un estado febril. Todos ustedes han escuchado rumores sobre la vida sexual del Führer: que si tenía un solo testículo (un rumor tan popular que acabó en canción infantil), que si era un “coprófilo impotente” (un bulo de chocante eficacia que les coló Otto Strasser, uno de los primeros ERE del partido, a los aliados)... Nada de eso es cierto. Hitler era sólo un heterosexual gazmoño con dos testículos. Bonitos o feos, jamás lo sabremos.
No sucede lo mismo con la drogodependencia del tirano. Las primeras biografías fiables del Führer coincidían en que había sido “adicto a la medicación” y que “tomaba drogas incesantemente” (Joachim C. Fest en Hitler). Trevor-Roper, en Los últimos días de... advertía que su médico personal desde 1936, el “odioso” doctor Morell, tuvo un papel clave en el hábito de Hitler, que lo “inyectaba a diario” y que durante una época empleó en su paciente 28 drogas distintas (“narcóticos, estimulantes y afrodisíacos”). Trevor-Roper ponía énfasis en las “píldoras del doctor Koester” (con estricnina y belladona) y apostillaba que “el control de Morell sobre la vida de Hitler durante los últimos seis meses fue casi absoluto”.
Ian Kershaw desmintió esos puntos de vista en su (casi) definitiva Hitler, afirmando que “Morell y sus medicamentos no eran una parte importante” de la ecuación y que “no puede demostrarse que Hitler tomase anfetaminas”. Confundiendo causa con efecto, Kershaw concluía que, tras el atentado de 1944, “las fuertes dosis diarias de pastillas e inyecciones no podían hacer nada para evitar el deterioro (...) de Hitler”.
Un nuevo estudio del periodista alemán Norman Ohler, El gran delirio: Hitler, drogas y el III Reich, demuestra que eran precisamente esas inyecciones las que causaron el deterioro de Hitler, y que este estuvo artificialmente estimulado cada día desde 1940 hasta el día de su muerte. Y Adolf no era de los que se metía sin invitar. Alemania entera era one nation under a groove. “Un pueblo colocado con la droga del pueblo”.
¡Acieeed Heil!
Norman Ohler ha excavado en fuentes vírgenes (o ignoradas): el dietario personal de Theo Morell, los laboratorios Temmler o el Archivo Militar Federal de Alemania. El resultado son unos hallazgos que reescriben la historia del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, alterando para siempre nuestra comprensión de ella. Tras leer a Ohler uno se pregunta cómo tardamos tanto en atar cabos. La Alemania de los años veinte era una gigantesca rave de ingesta galopante y afters en forma de territorios anexionables. En 1926 el país era líder mundial de exportación de heroína (Bayer la sintetizó en 1897), y dominaba el 80 % del mercado mundial de la cocaína (“cocaína Merck”, famosa por su pureza).
En 1937 Fritz Hauschild, de Temmler, sintetizó la metanfetamina, que se comercializó con el nombre de Pervitin. Los nazis, expertos en rogar a Dios y arrear con mazo, vieron en aquel medicamento mágico una antidroga multiuso que sustituía el “morfinismo” del “judío intelectual de la gran ciudad”, y que a la vez contrarrestaba la “denegación del rendimiento” del pueblo. El Pervitin se vendió como churros(incluso salieron al mercado bombones de meta) y a partir de 1939 empezaron a considerarse sus aplicaciones militares.
Adolf Hitler en Varsovia, el 19 de noviembre de 1939, en una revista de tropas. Archivo Clarín.
El comandante Otto F. Ranke era director del Instituto de Fisiología General y de Defensa. Sus enemigos eran el sueño, el cansancio y las ideas de deserción que suele alimentar la soldadesca a la que silban los obuses. Ahí entró en juego el Pervitin, un potente euforizante que elevaba el ánimo, aniquilaba el sopor y te permitía estar varios días despierto, apretando las quijadas, creyéndote una mezcla de Carlomagno + Thor (aunque fueses un flatulento cabrero de Turingia). Esa especie de avant-éxtasis empezó a distribuirse entre las tropas en 1939, lo que explica la fuerza motriz del blitzkrieg (guerra relámpago). Sí: la invasión de Polonia se cimentó en el mismo tipo de sustancia que la ruta del bakalao. Ohler describe a los tanquistas de la Wehrmacht que cruzaron el Vístula como “easy riders teutones”. Las píldoras se entregaron sin explicar su función, pero aquellos artilleros completamente enchufados, desinhibidos y dinámicos, intuyeron de qué iba la asombrosa sustancia. Acieeeeeeed camino de Varsovia, mascando chicle mientras caían las bombas. Boom-boom.
El “decreto sobre sustancias despertadoras” del 17 de abril de 1940 tenía nombre de elepé de Future Sound of London y ratificaba la apuesta de Ranke por una droga química, empujando hacia un uso regulado de la sustancia. La posología que se recomendó a las tropas fue de pastilla diaria, dos “para prevenir” por la noche y, “en caso necesario, una o dos más cada tres o cuatro horas”. Para aquellos de ustedes que no hayan probado el MDMA, esa cantidad es lo que el psiconauta Terence McKenna calificaría de “dosis heroica”.
Portada del libro de Norman Ohler.
La Wehrmacht encargó 35 millones de pastillas para emprender la invasión de Francia, que hoy podemos considerar como el avance empastillado de 60.000 technoheadz enloquecidos hacia Sedán, parando sólo en los parkings de las gasolineras. La noche del 10 al 11 de mayo de 1940 la 1ª división blindada engullía 20.000 anfetas, justo antes de reducir a cascotes la Línea Maginot y provocar que los belgas se hiciesen popó encima. Lo que vino después sería para partirse de risa si no hubiese muerto tanta gente: el generaloberst Heinz Guderian, inventor de la guerra blitz, era un Shaun Ryder con vehículo semioruga quien (pasadísimo) empezó a avanzar más rápido que las órdenes de Hitler, rozando el desacato, sin detenerse durante cuatro días seguidos. Erwin Rommel, el zorro de cristal, era otro ferviente consumidor de meta que “no olía el peligro” (síntoma típico) y quien, al igual que Guderian, avanzó desestimando todas las preconcepciones de la guerra tradicional, a ratos incluso atropellando con su 7ª División Blindada a divisiones alemanas más lentas.
El gran misterio de Dunquerque (¿por qué la Wehrmacht detuvo su avance majara y permitió que los aliados evacuaran la zona?) goza hoy de una explicación plausible: Göring, loco y opiómano, convenció a Hitler de que aquellos dos drugstore cowboys de los pánzers no podían llevarse el mérito, y que convenía culminar la ofensiva occidental con una victoria aérea (que sólo tenía sentido en su deslavazada mente de crackhead). Göring, que decía que “controlaba” pero ya hacía tiempo que había pasado el Rubicón yonqui, metió la pata y Alemania perdió su única oportunidad de vencer. Desde ahí fue todo descenso, como en la peor resaca de éxtasis de la historia, por mucho que esta Mákina Total nacionalsocialista continuase experimentando con cócteles de fármacos para submarinos de bolsillo u operaciones aéreas. Como el famoso D-IX, un speedball de tal potencia (5 mg de oxicodona, 5 de cocaína y 3 de metanfetamina) que producía “parálisis paulatina del sistema nervioso central” y obstaculizaba más que contribuía al esfuerzo de guerra.
El paciente A.:
Hoy sabemos que el destino del pueblo alemán estuvo durante casi quince años en las manos de un mostrenco que iba más puesto que Peter Tosh el día de la independencia de Jamaica. La culpa de todo ello, leemos, fue del doctor Morell, un tío repugnante incluso para estándares del Reich, donde la competición sarnosa era dura. Definido como “curandero” tiralevitas, incapaz, pomposo (la SS le prohibió que vistiera de uniforme, tras ver que el medicucho se paseaba por ahí con un machihembrado de fantasía castrense), cobarde y pesetero (“su único Dios era la riqueza”), Morell se había hecho famoso en el demimonde berlinés por sanar enfermedades venéreas, y entró en contacto con el Führer tras tratarle a Heinrich Hoffman, reportero gráfico del NSDAP, una “enfermedad delicada” (gonorrea). Cuando Hoffman, agradecido y con el pene en estado de revista, invitó a Morell a una cena en su palacete, allí estaba el mismísimo caudillo. Hitler, ávido de una cura para sus “flatulencias atroces” (sic), secuestró a aquel matasanos “de hablar poco articulado y con las costumbres higiénicas de un cerdo” (Trevor-Roper dixit) para su residencia alpina. Desde entonces y hasta la muerte del dictador, aquella figura “mofletuda”, con “nariz de patata” y “sudor constante” sería inseparable de Hitler, en una simbiosis que tenía trazas de posesión infernal.
Las consignas eran: eliminación inmediata de los síntomas del “Paciente A.”, como llamaba Morell a su cliente, y “restablecimiento inmediato” del jefe de Estado. Un plan ideal para Morell, quien en todo caso no hubiese sabido tratar a su paciente de un modo hipocrático, y quien empezó a utilizar una política de bufet libre de jeringazos. Morell acompañó a Hitler a la Guarida del Lobo cuando empezó la ofensiva oriental en 1941 y el líder sufría un ataque de cagarrinas, y aplicó sus inyecciones. En 1943, cuando el paciente A. padecía un terrible estreñimiento, aplicó nuevas inyecciones. La célebre anotación “inyección como siempre” aparece a diario en los cuadernos de Morell desde verano de 1943.
¿Qué había en aquellas jeringas? Las 28 drogas que mencionaban los viejos biógrafos y un notable hallazgo: Eukodal (oxicodona). Un opioide tumba-mulas que doblaba en efecto analgésico a la morfina y cuya sensación de bienestar tóxico era muy superior al de la heroína. Y no dejaba KO.
Foto de archivo sin fecha de Adolf Hitler saludando a las tropas alemanas durante un desfile milita.
Ahora entendemos por qué a finales de 1943, y pese a los constantes reveses del ejército alemán en la campaña rusa, Hitler estaba tan risueño, hablaba durante tres horas seguidas y dormía dos: iba igual de enchufado que Jim Morrison en su ocaso parisino. Eso también explica por qué tras el atentado que casi acaba con él en julio de 1944, Hitler emergió bromeando de la explosión (pese a que la bomba le había reventado ambos tímpanos y arrancado los pantalones de cuajo). Las dolencias resultantes fueron la excusa perfecta de Hitler para avanzar en el menú de estupefacientes. El otorrino Erwin Giesing fue llamado al cuartel general para que mitigase los dolores, y su solución fue emplear el “veneno de la degeneración judía” que tanto odiaban (de boquilla) los nazis: cocaína. Hasta octubre de 1944 Giesling le administró a Hitler cocaína pura en napia y faringe, como si ambos estuviesen en un WC de macrodisco. “Qué bien tenerle aquí, doctor. La cocaína es fabulosa”, le dijo (literalmente) Hitler, billete en tabique nasal, con la gratitud del cliente que acaba de esnifar una raya gratis de su dealer.
Hitler se concentraría en cocaína y Eukodal combinados, su CK particular, hasta finales de 1944. Sólo era capaz de funcionar si se drogaba, de lo contrario era una “espantosa piltrafa babeante” (como dijo el general Von Manteuffel). Ese todo-por-la-napia hitleriano explica también la fatídica ofensiva de Las Ardenas, que el caudillo decidió emprender ignorando a su Estado Mayor, como un cocainómano descerebrado que insiste en meterse más fato pese a que sus amigos ya han sufrido varias hemorragias nasales. Y hablando de amigos: la creciente ingesta de Hitler provocó que su entorno directo empezase a acudir a Morell para poder follow the líder-líder-líder. El Nido del Águila debía parecer el club Hacienda de Manchester hacia 1989.
Se nos han acabado las drogas, ¿qué vamos a hacer al respecto?
Por supuesto, no hay yonquis longevos. Todo el esta-sí-esta-no le acabó pasando factura a Adolf, quien a comienzos de 1945 ya era un despojo incurable. Dejó los estimulantes en enero (los suministros de Eukodal se agotaron), y entró en un brutal síndrome de abstinencia que le incapacitaría del todo para el mando. En abril de 1945 despidió a Morell (inútil camello sin producto), que procedió a volverse loco de inmediato y ni siquiera fue capaz de declarar en Núremberg (murió demente en 1948). Y ustedes ya saben lo que sucedió el 30 de abril en el búnker: Hitler se suicidó con ácido dianhídrico y un tiro en la cabeza, tras haber sumido a un mundo entero en la oscuridad.
Hoy vemos que todo aquello no fue un “triunfo de la voluntad”, sino el efímero subidón de un superyonqui. Las sustancias adictivas quizás no descarriaron a Alemania, pero, como resume Ohler, aceleraron un hundimiento que ya estaba predestinado de fábrica.
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