Los chicos sirios en los campos de refugiados del valle de Bekaa


La guerra en Siria
Clarín accedió a uno de los centros del ACNUR en Líbano. Hay dos millones de sirios asilados en el país. Los niños trabajan cosechando papas para poder mantener a sus familias.

Tienen la mirada clara y la sonrisa fácil. Corren entre los charcos de lluvia y posan frente al lente, con fascinado pudor. Cuando miran su imagen en el visor de la cámara se retuercen de risa y corren a llamar a sus hermanos, primos, amigos, para volver a pararse todos juntos ante el foco, que retrata sus caras color almendra. Son los chicos sirios del valle de Bekaa, en el este del Líbano. Refugiados de una guerra que está a solo 15 minutos de auto, y que barrió con sus casas y familiares.
El contraste son los padres, que cargan una mirada oscura de derrota. “Ellos son los que nos permiten vivir. Los chicos nos hacen vivir”, dice Alí Mohamed. No se trata de una metáfora. Es la realidad en los campos de refugiados sirios: los chicos son los que trabajan cosechando papas en los campos, donde sacan de 4 a 6 dólares por día. Ese es el sustento de muchas familias.
Sonrisas. Chicos en el campo de refugiados sirios del ACNUR en Bekaa, Líbano.
Sonrisas. Chicos en el campo de refugiados sirios del ACNUR en Bekaa, Líbano.
Los hombres no pueden trabajar porque necesitan un permiso de estadía temporal, un trámite engorroso y caro. Las mujeres se ocupan del hogar, donde suele haber un cúmulo de hijos a quienes atender. La única mano de obra disponible son los pequeños. La ecuación es sencilla de resolver cuando la supervivencia está en juego. “Todos los días trabajan, y sólo pueden traer migajas para sobrevivir”, remarca Alí.
Este hombre de cuerpo abatido y cigarrillo eterno entre los labios llegó desde Idlib con su esposa y nueve hijos. “Me fui de un lado a otro hasta llegar aquí. Yo tuve oportunidad de viajar a Canadá, pero no lo hice porque prefiero estar aquí. El Líbano es como una prolongación de mi país”, cuenta. “Hasta que no termine la guerra no vuelvo. Sólo Dios sabe cuando terminará”, apunta, como si la fatalidad que le toca vivir no fuera pergeñada por hombres.
Alí y su familia están en “Dalhamieh”, uno de los 1.300 campos de refugiados que hay en el verde valle de Bekaa, y a donde llegó Claríninvitado por la Fundación Nínawa Daher. En cada uno de ellos hay unas 300 personas que viven hacinadas en carpas que les provee ACNUR, la agencia de refugiados de la ONU.
Chicos en el campo de refugiados sirios de la ACNUR en el valle de Bekaa, Líbano.
Chicos en el campo de refugiados sirios de la ACNUR en el valle de Bekaa, Líbano.
En todo el Líbano hay 1.500.000 de refugiados sirios registrados, y se calcula que otros 500.000 no blanqueados. Se trata de una desproporción absurda si se tiene en cuenta que la población del país es de 4.000.000. En algunos municipios el número de refugiados representa el 40% de la población, lo que desborda la infraestructura y los recursos del Líbano.
Adel tiene seis hijos. Hace tres años que está en el campo. “En mi pueblo ya no se podía vivir, así que nos vinimos aquí. Tratamos de sobrevivir con los subsidios de la ONU. Yo no puedo ir lejos del campo porque no tengo permiso de residencia. Voy hasta donde puedo. Si encuentro trabajo, bien, y si no, vuelvo. Pero los chicos van más lejos. Mis chicos trabajan cosechando, ganan 6.000 libras (4 dólares) por día”, dice, con voz áspera y corazón quebrado.
La esposa de Adel se ocupa de la casa, de los hijos, de que en el tiempo libre que les queda tomen las clases educativas que organiza ACNUR. “Sufrimos mucho el invierno, el frío. Tenemos miedo por los chicos, porque hasta los más chiquitos trabajan cosechando”, aclara.
Los sirios llegaron en enjambre al este de Líbano, una de las zonas más fértiles. Cruzaron la porosa frontera escapando de los combates. Se instalaron donde pudieron. Pero todas las tierras tienen dueño, así que terminaron en territorio de algún terrateniente de la zona. Deben pagar alquiler. Cada carpa implica un desembolso de 600 dólares anuales, y de 400 por la luz. El agua potable sale 20 dólares por mes.
Sólo un 23% de los refugiados recibe ayuda monetaria de la ONU, unos 175 dólares por familia. Y unos 435 dólares extras para pasar el invierno, que es muy crudo en Líbano. La generosidad no parece ser una característica de los países europeos y las potencias mundiales. “No se puede abastecer a todos, no alcanza. Tres o cuatro familias deben compartir un baño, y la salud es un gran desafío”, cuenta Josep Zapater, el jefe del distrito de Bekaa designado por ACNUR.
En una esquina del campo, sobre un piso frío de lona, Hourine Mussa puso una alfombra donde se desparraman sus seis hijos. Tiene ojos pequeños y desafiantes. “Llegué hace un mes desde Aleppo. Perdí a mi marido. No sé si está vivo o no. Ellos no tienen padre”, dice en un árabe cortante.
En los campos de refugiados del Líbano hay muchas mujeres que están solas con sus hijos. En algunos casos sus hombres fueron asesinados, pero en otros se quedaron combatiendo en los grupos rebeldes. Incluso con “Daesh”, el ISIS. El tema es urticante, y no se suele hablar mucho.
Como todo grupo social, el campo de refugiados tiene su estructura jerárquica. Un “shawish” acomoda a cada familia, aconseja, ayuda. Son respetados internamente, y valorados por ACNUR porque les ayuda a organizar a los grupos.
“Hay dos temas muy sensibles”, advierte Zapater. “Los campos de refugiados les dan mucha aprensión a los libaneses, porque tienen una historia. El pasado de los campos palestinos está muy presente. Fue gente que tuvo influencia en la guerra civil, y la guerra se acabó ayer. Por eso les da aprensión establecer nuevos campos”, detalla.
“Otro tema sensible es el rumor, en algunos casos mal intencionado, de que la gente se va a quedar para siempre si les damos papeles”. Pero en los campos, los sirios abrigan una sola esperanza: que termine la guerra y puedan volver a su tierra.
Los chicos, ajenos al futuro, juegan a ser adultos, en un presente escarchado de cosecha y papa.

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