Superar la pérdida de un ser amado; "Cuando ya nada tenía sentido, abrazar el dolor cambió mi vida"
Seis años atrás, justo un día después del festejo de su cumpleaños número 42, Agustina recibió un llamado que le cambiaría la vida. Era Luis, su marido y padre de sus cinco hijos. "Tuve un accidente, pero no te preocupes, no es grave. Estoy bien, pero por las dudas voy a hacerme un par de controles", le dijo.
En ese chequeo, casi de rutina, a Luis le encontraron dos tumores en la cabeza; once meses después, murió en los brazos de Agustina.
¿Cómo había sido posible? ¿Qué había pasado? Ella no lograba entender en qué momento y con permiso de quién esa realidad oscura, inimaginable y absolutamente intrusa, se había entrometido en su familia.
"La misma tarde, después del entierro, me empezó a doler todo el cuerpo", recuerda,"Tenía una sensación de pánico interna, todo estaba entumecido y tensionado. Mis músculos, cada uno de ellos, parecían piedras. Sentía que me habían vaciado por dentro, como que me hubieran arrancado las entrañas. Todo era dolor".
Un estado de eterna tristeza
Agustina no podía comer ni dormir, solo quería llorar. Tenía la sensación de que había caído en un estado eterno del cual sería imposible salir. "Estaba en shock", cuenta, "Mi compañero de vida de los últimos 20 años, mi gran amor, el padre de mis hijos, quién le daba sentido a mi vida, ya no estaba. Me sentía totalmente perdida. Nada me hacía sentir bien, no podía escuchar música, ni cocinar, ni leer un buen libro o ir al teatro o a un museo. Ninguna de las cosas que habitualmente me gustaba hacer, me interesaban. No me concentraba, me sentía cansada, nada me despertaba curiosidad ni me generaba emoción alguna".
A medida que pasaban los días, las semanas, los meses, en su entorno la preocupación crecía; los amaneceres permanecían encapotados, sin poder vislumbrar horizontes más luminosos para su alma. Sus hijos estaban asustados, tristes y apagados. Dormían juntos en su cama todas las noches y la miraban, con sus ojos inocentes, esperando que ella les explicara qué había pasado.
Agustina sabía que, por ellos, no podía hundirse del todo. "Cada día era una nueva hazaña. Mi rutina habitual, despertarme, llevar a los chicos al colegio e ir a trabajar, eran tan difíciles como subir el Aconcagua", explica, "Así me sentía. No tenía fuerzas. Mi pelo y las uñas se me debilitaron, la piel estaba seca, el cuerpo dolido y cansado. No podía planificar ni organizarme. Estaba abatida. A la noche llegaba agotada, pero la angustia y el miedo no me dejaban dormir".
Un día a la vez
En algún momento, Agustina empezó a vivir cada día como si fuera único: cada cosa por vez, sin esperar nada ni generar expectativas. Tenía instantes en los cuales su tristeza era tan grande que creía que no podría seguir, pero seguía, paso a paso. "Lo hice apoyándome en mis hijos, en mis necesidades, en mi familia y amigos; también en mis jefes y compañeros de trabajo", cuenta Agustina, conmovida. "Así mismo, me apoyé mucho en la naturaleza y en la oración".
Y, en algún momento, sin forzarlo ni buscarlo especialmente, los días despertaron diferentes. Tantas emociones, tan fuertes y al límite, la condujeron hacia su propio corazón. Esa travesía, intensísima, la llevó hacia una resignificación de su existencia, a elegir desde lo que sentía y quería, a comprender desde una nueva perspectiva lo que era vivir.
"De pronto, me encontré a mí misma con la oportunidad de replantear y volver a elegir cada día lo que hacía y darle un significado mayor", revela Agustina, "Me di cuenta de que había vivido una buena vida pero como autómata, viviendo para los demás, siguiendo mandatos familiares y pautas sociales, reprimiendo mis sentimientos y mis deseos. Creyendo que la felicidad era lo que lográbamos".
Renacer
Los meses fueron pasando y, muy de a poco, sus fuerzas volvieron. Su alegría, sus ganas de hacer cosas, de proyectar, de vivir. "Aprendí en esos años a darle un nuevo propósito a mi vida, basada en mis sentimientos, siendo yo la protagonista, escuchando y sintiendo mi corazón", dice, emocionada. "Permitirme vivir mi dolor, poder permanecer y atravesar el duelo, sintiéndolo y sufriendo, me llevó a descubrir que uno se siente pleno cuando nos podemos conectar con lo que verdaderamente somos y nos está pasando, bueno o malo, alegre o triste, pero real. Viviendo con mayor felicidad los momentos alegres y con mayor tristeza los momentos difíciles".
Agustina ya no piensa por qué ni para qué le tocó vivir una instancia tan dura. Sí descubre, día a día, qué es lo que puede hacer con la experiencia y qué aprendió de ella.
"En este tiempo crecí, maduré, me sentí vivir en el infierno y me sentí amada y acompañada como nunca. Pude sanar muchas heridas, viejas y nuevas, aprender a disfrutar de las pequeñas cosas, vivir con mayor profundidad y valorar más todo lo que tengo y me rodea. El dolor me trajo mucha sabiduría y amor. Me ayudó a sentirme valiosa, única y agradecida".
Hoy, Agustina es Acompañante Espiritual en el CESM y ayuda a los demás a vivir sus propios procesos de vida, a encontrarse en la crisis y en las pérdidas que se presentan en nuestra existencia, y a disfrutar con plenitud los momentos felices.
Si tenés una historia propia, de algún familiar o conocido y la querés compartir, escribinos a GrandesEsperanzas@lanacion.com.ar
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