Refugio de mujeres: un nuevo comienzo
Visitamos un refugio y hablamos con mujeres que, junto a sus hijos, se resguardan allí de quienes convirtieron sus días en un infierno. Ellas luchan por iniciar una nueva vida sin golpes, sin miedo, con libertad, sabiendo que no es fácil, pero que se puede
Por Josefina Marcuzzi |
camila tenía tan solo 18 años cuando entró a la casa Juana Manso, un hogar de medio camino para víctimas de violencia contra las mujeres de la Ciudad de Buenos Aires. Estaba muy delgada y confiaba poco en la gente. Su padre le pegaba brutalmente desde que era una niña. Su paso por la casa duró un año. Allí decoró su habitación, compartió sus días con otras mujeres en su misma situación y convivió con niños y niñas de distintas edades que, por momentos, con sus juegos lograban disfrazar la dura realidad en la que les tocó crecer. Fue un año de encuentros con una psicóloga, una terapista ocupacional, de compartir tiempo con mucha gente hasta ese momento desconocida. Formó nuevos lazos y amistades inesperadas con las que continuó el vínculo incluso después de dejar el hogar. Un día le dijo al equipo que estaba lista para irse: comenzó a trabajar de camarera en un bar y luego el dueño del lugar la contrató de encargada, también le salió de garante para que ella pudiera alquilar una habitación. Ese mismo señor, sin saberlo, terminó de devolverle la confianza en el prójimo.
Hoy forma parte del grupo de “egresadas” del hogar, que son el orgullo del equipo de trabajo. Su historia tiene un final feliz, es una de las afortunadas que logró cortar el círculo violento y comenzó una nueva vida. Camila no se llama así, pero optamos por preservar su identidad y la de todas las voces de esta nota en resguardo de su integridad física y emocional.
En la Ciudad de Buenos Aires hay dos refugios para mujeres víctimas de violencia y otras dos “casas de medio camino”, que son los hogares de tránsito entre el refugio y el egreso definitivo. La cifra nos sorprendió, resulta llamativo que esa cantidad de sedes sean suficientes para dar respuesta a la cantidad de víctimas que hay en la ciudad y el conurbano bonaerense.
A SALVO, AL FIN
Las mujeres llegan a los refugios después de hacer la denuncia en la comisaría o transferidas desde un hospital donde estuvieron internadas por los golpes recibidos o porque finalmente tuvieron el coraje de pedir ayuda, conscientes de que tal vez, ni ellas ni sus hijos salgan vivos del próximo ataque.
Para hacer esta nota, llegar al hogar no fue fácil. Hubo que acordar un día y horario que no altere la rutina de las mujeres y los chicos que viven allí; garantizar que se iba a preservar la seguridad de la casa y ganarse la confianza de personas que han sido maltratadas por sus seres más cercanos. Todo un desafío.
Los refugios están ubicados en distintos puntos de la ciudad y son de difícil acceso. Sus direcciones son el secreto mejor guardado, esto tiene una muy buena razón: evitar que los agresores den con el paradero de las mujeres. Muchos de ellos las buscan, las llaman por teléfono, las acosan y lamentablemente, en algunos casos son ellas mismas las que sucumben al asedio o revelan inocentemente su paradero a un familiar a amigo poniendo, una vez más, en peligro su vida.
La casa de medio camino que visitamos hospeda a 14 mujeres y 28 niños, sin embargo tiene capacidad para 50. “En este momento no estamos al tope de capacidad, y eso significa que tenemos que trabajar más en la comunicación para que las mujeres sepan que tienen dónde ir, que existen recursos del Estado disponibles para ellas”, asegura Itatí Canido, Subsecretaria de Promoción Social del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
El predio está protegido por un cerco blanco que rodea el hogar y que abre sólo la persona de seguridad. Apenas se cruza la puerta, todo es color violeta o lila. Un pasillo conduce a cada una de las habitaciones, todas tienen su cartel: “Prohibido pasar, familia Sánchez”, reza la primera puerta. Hacia el fondo, en un living-comedor común, suena Lali Espósito y dos chiquitas bailan y se ríen mientras una mujer prepara el almuerzo que se ofrece a partir de las 12. Otras dos señoras comparten un mate en el patio donde hay algunos juegos para niños y un tender con ropa. Una de ellas se acerca con timidez y ofrece contar su historia.
Es Graciela, tiene 37 años y 5 hijos. Lleva el pelo largo y ondulado, le cuesta mirar a los ojos y cuando habla se pellizca los antebrazos, en un gesto nervioso. Habla muy pausado. Cuenta que vivía en Barracas, junto a su marido, que era el padre de cuatro de los cinco hijos. La mayor, Amparo, es fruto de una pareja anterior. “Al principio él no quería que yo estudiara. Yo quería ser estilista, pero no me dejaba ir al curso, le daba celos que tuviera compañeros. Después, empezó a pedirme que me quedara siempre con los chicos, que ni fuera al supermercado. Cuando se enojaba gritaba mucho, y le pegaba a los chicos. Yo intentaba impedirlo, pero no podía. Le molestaba que hubiera juguetes tirados… todo era motivo para agredir”. Jeremías, uno de sus hijos más pequeños, entra a la sala y se trepa a su falda. Le muestra a su mamá un juguete y la invita a adivinar el nombre de su nuevo muñeco. Ella le da un beso y sigue hablando. “Un día me fui de mi casa a la mañana y volví antes del horario que lo hacía normalmente. Encontré a mi exmarido desnudo y a mi hija mayor en nuestra cama, dormida. Le pregunté a ella varias veces, pero me negaba lo que yo ya imaginaba. Él abusó de ella durante mucho tiempo”. A Graciela se le corta la voz. Se detiene. Mira el piso. Intenta volver a empezar. Después cuenta que ese mismo día él le pidió que le hiciera la comida, y ella le contestó que era la última vez que se la hacía. Agarró a sus hijos y se fue al hospital, donde confirmó que estaba nuevamente embarazada. Allí, la trabajadora social la ayudó a llegar al refugio. Y desde entonces se encuentra en el duro proceso de recuperar su autoestima y la confianza. Sus hijos ahora van a la escuela y ella trabaja en un negocio, muy cerca del hogar donde vive. Su exmarido está preso, pero igual se las ingenia para llamarla desde la cárcel y decirle que cuando salga la va a matar y después, se va a casar con Amparo, la niña a quien abusó durante tanto tiempo.
“Nosotros les damos todas las herramientas para que recuperen el valor y se hagan cargo de sus vidas. Cada historia es distinta, con sus complejidades y necesidades. Para el equipo el mayor logro es que alcancen su libertad, con mejores y más recursos. Que vuelvan con el varón violento es una posibilidad, y hay casos en los que sucede. Ese es un fantasma que sobrevuela siempre”, explica Cecilia Gabella, coordinadora de la casa.
Las habitaciones tienen una ventana que permite la entrada del sol que proviene del patio trasero. En una mesa pequeña bajo la luz del mediodía está sentada Marcela, que enciende un cigarrillo y también accede, con algunas dudas, a contar su historia. “Me enamoré de un hombre que comenzó a aislarme poco a poco. No me dejaba ver a mi propia familia. Nunca le alcanzaba la plata, y con el tiempo me di cuenta de que era jugador. Yo trabajaba con él cosiendo ropa que luego vendíamos en una feria: a veces trabajaba más de 12 horas por día y al final, terminé pagando sus deudas”. Marcela no puede mirar a los ojos. Suelta el humo y contempla el cielo. “Fui una tarada, no sé, estaba enamorada”, repite. Lo peor es que no tuvo que pagar con dinero; se convirtió en la esclava sexual y laboral de otro hombre. Vivió durante más de un año sin poder salir de la casa donde la tenían, bajo llave, sometida a golpes y abusos de todo tipo. Una vecina que se jugó por ella le dio la posibilidad de salir de allí. “Los días en el hogar no son fáciles, pero no queda otra. Yo tengo dos hijos a los que quiero darles una vida mejor, pero los trabajos que consigo no son suficientes para pagar un alquiler, ¿qué otra cosa puedo hacer?”. La pregunta no tiene respuesta.
Un factor clave atraviesa todas las historias: el económico. En la mayoría de los casos, el varón violento es el sostén de la familia y la única posibilidad de tener una vivienda propia. Cortar con el círculo de violencia es también quedar en la calle, con varios hijos a cuestas, sin ayuda ni oportunidad de salir adelante sola.
“Ellas arman aquí nuevos vínculos, para muchas la casa es lo más parecido a un hogar que han tenido, porque a nadie, ni siquiera a sus propios padres, nunca les importó su vida”, cuenta Cecilia.
Y si alguna vez tuvo vínculos afectivos, tanto familiares como de amistad, en general fueron debilitados por el varón violento, que poco a poco destruye la autonomía y la capacidad de socialización de la mujer. La situación es tan delicada que, en muchos casos, los propios hijos cuestionan la decisión de la madre de buscar ayuda en el hogar. “Muchos chicos se quejan porque acá no tienen la play ni televisor… ‘con papá estábamos mejor’, dicen. Los niños naturalizan la violencia porque es lo que que han vivido desde bebés. Y por eso, las mujeres tienden a poner en la balanza esos benefi-cios y perjuicios, como si la violencia fuera algo que se pudiera ponderar”, agrega la coordinadora.
Una vez que termina el almuerzo, los más chicos se reúnen alrededor de un juego de mesa. No importa mucho la edad: hay cierta hermandad por la circunstancia que les toca vivir. Un bebé llora y una de las operadora lo levanta del suelo. Ellas son las que organizan el día a día, coordinan las actividades, las charlas y controlan los horarios.
ES MOMENTO DE PARTIR
Cuentan que la partida es uno de los momentos más difíciles. “El egreso puede ser voluntario, propuesto por el equipo o compartido. Nosotros alentamos la salida. El punto más complejo es cuando están buscando dónde vivir. De hecho, la vivienda es el principal problema que tenemos. Muchas veces tienen la fuerza y están en condiciones de dejar el refugio, pero no tienen a dónde ir. El tiempo de permanencia ideal es de no más de un año, aunque hay excepciones”, agrega Cecilia.
Camila, Graciela y Marcela son tan solo tres de las tantas mujeres que tomaron la decisión de cortar con el círculo violento y buscar ayuda. Pudieron sostener la decisión a pesar de los miedos, la angustia, la ansiedad y el acoso de sus agresores. El trabajo fue arduo y el proceso largo, pero la vida libre de violencia, para ellas, ya es una realidad..
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