La vida oculta de las bacterias
Desde su descubrimiento, cada vez se manifiestan más responsabilidades de los microorganismos que cohabitan con nosotros.
- Ilustración Tony Ganem
Por Tomás Linch / Ilustración de Tony Ganem
Anton Van Leeuwenhoek tenía 16 años cuando su madre decidió enviarlo desde Delft -su ciudad natal- hasta Amsterdam, para comenzar a trabajar como aprendiz tratante de telas. Era 1648, el padre de Anton había muerto y alguien se tenía que ocupar de la familia. Al holandés se le daban bien las manualidades y tenía cierto gusto por los cristales, así que después de su aprendizaje, cuando trabajaba como cajero y contable en la casa de su maestro, desarrolló un microscopio simple: montó una lupa sobre un pequeño soporte utilizado por los comerciantes textiles para poder distinguir la calidad de las telas.
De regreso en Delft, en 1654, Van Leeuwenhoek fundó su propio comercio de telas y dedicó su tiempo libre a la construcción de distintos aparatos que lo acercaran hacia aquello que nadie había podido ver.
Veinte años después, en una hermosa tarde de verano, Anton fue a dar unas vueltas en su bote a un lago donde crecen unas algas tan grandes que él mismo las había bautizado nubes verdes. Movido por la curiosidad y por la lectura del libro Micrographia, en el que el investigador inglés Rober Hooke cuenta cómo se ven de cerca las patas de una pulga y otros insectos, guardó en un frasco un poco de agua con algas para poder observarlas más de cerca. La excusa era un nuevo dispositivo que había terminado unos días antes y que podía aumentar el tamaño de lo que veía unas 300 veces. Lo que descubrió aquella tarde cambió el mundo para siempre.
Así como Adán en el Jardín del Edén puso nombre a los animales, Anton bautizó diertgens a sus nuevas criaturas. Usó el diminutivo de diert, que en holandés significa "animal". Pequeños animales, mil veces más pequeños de lo que nadie había visto, ese fue el primer nombre que recibieron: el término microorganismo no existía y bacteria es una palabra del siglo XIX. Su lupa fue aún más lejos. Glóbulos rojos, esperma, protozoos, levaduras, virus, la naturaleza se revelaba infinita ante nosotros. El mundo visible, entonces, era solo una pequeña parte del universo, una cuestión de tamaño. Miles de millones de billones de trillones de organismos dominan el mundo, se reproducen a velocidades imposibles y están en todos y en cada uno de nosotros. El holandés corrió a los humanos del centro y los dejó relegados a una anécdota en el mapa de los seres vivos. Somos apenas espectadores de una danza mágica, fortuita y microscópica que nos precede, y de seguro, nos sucederá.
Anton van Leeuwenhoek y Louis Pasteur compartieron algo más que el amor por la vida microscópica: a ambos les gustaba el vino. En 1679, el holandés desempeñó el puesto de inspector y controlador de vinos, oficio con el que terminó su carrera. Pasteur fue el encargado de descubrir el proceso de la fermentación láctica, alcohólica y acética, es decir, logró explicar por qué, con la ayuda de microorganismos, el azúcar de la uva se transforma en alcohol y el vino en vinagre.
Esto fue el punto de partida de la microbiología y gran parte del origen de la medicina moderna. También, el inicio de la estigmatización de las bacterias.
Al escuchar la palabra bacteria, la mayoría de nosotros piensa en una especie de termita carnívora y microscópica que, si logra meterse en nuestro cuerpo, puede comernos hasta hacernos desaparecer. No es casualidad entonces que amemos ese spray que elimina el 99,9% de todo bichito que camina. Fue el mismo Pasteur quien logró separar las bacterias patógenas de la rabia para obtener su vacuna; la pasteurización, que no es otra cosa que calentar el medio en el que viven a unos 80 °C para matarlos, también es su mérito.
Todo mamífero está compuesto por millones de bacterias, en la superficie y en su interior. Pero no se trata de organismos parásitos: no estaríamos vivos si estos pequeños seres no trabajaran incansablemente para darnos genes y proteínas que nuestro genoma no codifica. El sistema inmunológico, al igual que otras funciones del organismo humano, depende casi exclusivamente de las bacterias que habitan en los intestinos. La felicidad es una cuestión de digestión, dice un proverbio chino que hace referencia al trabajo que hacen millones de bacterias responsables de que podamos absorber los nutrientes de nuestros alimentos. Se trata de especies coevolutivas: nosotros evolucionamos, ellas evolucionan. Podemos sentirnos importantes y pensar que somos su hogar, aunque sepamos que en un centímetro cuadrado de nuestras entrañas hay más bacterias que personas en el mundo.
El siglo XX fue contradictorio para la población bacteriana: por un lado, a través de los antibióticos, libramos una exitosa batalla contra patógenos que venían molestando -y bastante- a la humanidad: tuberculosis, lepra, cólera, meningitis. Por el otro, el abuso de estos medicamentos disminuyó la capacidad inmunológica de parte de la población. El paradigma actual afirma que necesitamos tanto las bacterias que se recomienda incorporarlas, por ejemplo, comiendo alimentos fermentados vivos.
Algunas publicaciones recientes como I Contain Multitudes de Ed Yong sugieren nuevas hipótesis: parte de nuestras acciones, desde la urgencia por comer algo dulce, hasta nuestro buen humor, son decisiones independientes de las bacterias que viven en el lado oscuro de las tripas. En otro extremo, microbiólogos encontraron que la Vibrio harveyi, una bacteria marina, utiliza su capacidad bioluminiscente para comunicarse: pensábamos que los comportamientos sociales pertenecían solo a organismos superiores, cuando aparecieron, de nuevo, las bacterias.
En la carta que Anton van Leeuwenhoek envió a la Royal Society of London para dar cuenta de lo que había descubierto, escribió: "No pude más que quedarme atónito, viendo cómo todo aquello que se movía ante mis ojos me revelaba algo que siempre había imaginado, pero que nunca hubiese podido probar". Mientras la medicina contrapone teorías respecto del uso de los antibióticos y de la influencia que las bacterias tienen sobre nuestro carácter, ellas se multiplican en silencio, sabiendo que todo depende, nada más, de una cuestión de tamaño.
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