Mundos íntimos. Cuando mi papá estaba grave y quería acompañarlo, 300 kilómetros me parecían una eternidad
Al mudarse de ciudad, así no sea lejana, se hace difícil compartir todos los momentos que uno desea. Y si alguien querido enferma, la sensación de ausencia resulta muy dolorosa.
Dolor. El hermano la llamó y le dijo que el padre había muerto. Pero le pidió que esperara para viajar porque se hacía de noche. Lo hizo temprano, a la mañana. Foto: Lucía Merle.
Ninguna conversación telefónica en la que al “hola” le siga un “no te asustes” augura nada bueno. Sobre todo si la voz del otro lado de la línea es la de un ser querido. La respuesta casi automática es “qué pasó”.
Es extraño porque no recuerdo si fue la voz de mi mamá o la de mi hermano pero sí recuerdo esas dos primeras líneas de un diálogo que se extendería durante tres meses en el año 2010. Una conversación hecha de llamados, silencios, ausencias, dolores, abrazos, llantos, adiós y kilómetros. En el centro de esa conversación: Fernando, mi papá.
Fue a mediados de mayo. Después del “hola” y el “no te asustes”, mi mamá o mi hermano o una voz que los unificó a los dos en mi memoria, la voz familiar, me avisó que mi papá se había caído en el departamento en que vivía con mi madre, y se había quebrado la cadera. Seguramente le siguió un “está internado” y los pormenores de la caída, mi mamá encontrándolo a su regreso a casa, la angustia, la incertidumbre; la vida frágil, finita, tenue.
Revuelvo en la memoria: fue un día de semana, seguro, uno en que mi mamá trabajaba y no estaba en casa. Uno en que yo también trabajaba y, seguro, un día en que dispuse todo lo disponible para viajar el fin de semana que era largo, quizás el del 25 de mayo. Porque mis padres vivían en Rosario y yo en Haedo. Mis padres y mi hermano en Rosario, mi hermana en los Estados Unidos y yo en la provincia de Buenos Aires, a un poco más de trescientos kilómetros de mi padre, de su fractura de cadera, su internación, su vida.
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Veo que ese 25 era martes. No puedo acordarme si el 24 fue feriado puente o simplemente yo falté al trabajo el lunes y me quedé hasta el martes. En otras épocas, solía guardar algunas hojas de las agendas de años pasados. Hojas que registraban acontecimientos importantes; felices, seguro.
De algún modo agradezco hoy no conservar la agenda del año 2010. Prefiero buscar en mis recuerdos y armar esta historia completamente verídica con las lagunas de mi paso por esos días, la incompletud de un momento que la memoria viene hoy, casi siete años después, a completar sin lograr hacerlo del todo.
Debo haber organizado lo necesario: mis hijas con el padre, “por default” si era ese el fin de semana que les tocaba con él; o planificado y solicitado, a la luz de las urgencias, si justo ese les tocaba conmigo. Los días extra en que me quedaría en Rosario. El tiempo calculado para ir el viernes y volver el martes, con suerte, tal vez bastaría ese viaje y mi padre se recuperaría enseguida y mis hijas y yo volveríamos a la frecuencia de visita habitual, cada dos meses, más o menos.
Me veo a mí misma en ese primer viaje, relajada, inocente, crédula. Ya conocía perfectamente la ruta. Me mudé a Buenos Aires en 1998 con mi entonces marido y una hija de 10 días. Después nos fuimos a vivir a Haedo, llegó nuestra segunda niña. Antes del divorcio conocía la ruta como copiloto, después adquirí la experiencia como conductora que conoce hasta los baches y las curvas peligrosas. Rosario siempre fue un destino en nuestras vidas.
Esa primera vez llegué y fui directo al sanatorio. Allí estaban mi mamá, mi hermano y mi padre, de buen humor, lúcido, a salvo del susto inicial. Todavía podía persistir en mi inocencia un poco más.
Después de mi visita, al atardecer, nos fuimos mi mamá y yo a su casa. Todo lo relajado que había sido el viaje se revirtió en una cefalea de las que acostumbro, herencia -para deleite de mi inconsciente- de mi padre. Hubo que llamar a la emergencia médica y me inyectaron un analgésico. La primera de una serie de culpas apareció en ese momento: mi padre internado y yo demandando un médico. Mi padre era cardiólogo, mi mamá es psicoanalista. En ese momento, todo parecía una tragicomedia.
Los especialistas dispusieron esperar a la intervención quirúrgica.
Beba. Giselle en los brazos de su papá en la época en que él la cuidaba a ella.
Es fácil rememorar esta fase inicial como primer registro de un tiempo que fue un pasaje, un puente, la manga de una puerta de embarque. Una línea entre dos puntos. Me acuerdo del punto de partida, ese primero inaugural y el punto de llegada, paradójicamente, la partida de mi papá. En el medio, la línea en sí misma es difusa. Se me mezclan los días, las circunstancias, los viajes, las estadías.
La única certeza es que después de esa primera vez, no volví a ver bien a mi papá y hasta puedo decir que no volví a verlo a él, a lo que esa persona se constituía como la subjetividad de mi padre. Una fractura de cadera puede ser recuperable pero él era un hombre de más de ochenta años, con antecedentes poco auspiciosos para un buen pronóstico: durante su vida había atravesado un ACV, una pancreatitis, tenía problemas cardíacos y vasculares. Las cosas se complicaron. Muchos estudios, una operación, una intubación difícil. Aparecieron problemas neurológicos.
Yo iba y venía. Al principio con mis hijas, así aprovechaban y veían a la abuela, a los tíos y los primos. Después ya no, la familia entera estaba abocada al cuidado de Fernando, cada encuentro era una logística entre nosotros y no podíamos resignar recurso humano en el cuidado de los chicos. Ya llegarían tiempos del disfrute familiar; ahora, lo urgente.
Durante esos tres meses, mi mamá y mi hermano, los locales, eran quienes más involucrados estaban. Mi hermana viajó dos veces desde Estados Unidos y se instaló varios días en Rosario para cuidar a mi papá.
Yo estaba a una distancia intermedia: ni lo suficientemente cerca como para estar a diario ni lo lejos como para espaciar mis viajes ni quedarme por un tiempo. A la culpa de no estar cuando se me necesitaba se sumaba la necesidad de trabajar, lo complicado de una licencia, mis hijas y nuestra vida en Haedo que se imponía a pesar de los designios.
Fueron tres meses, varias internaciones, un traslado, dos sanatorios, un centro de internación y rehabilitación, una temporada en su departamento con los mismos cuidados de enfermería, medicamentos, sueros, cuidadores y todo el arsenal con el que se pretende hacer frente a la enfermedad y sus destrozos.
En esos días volví a aprender sobre la relatividad del tiempo y las distancias. Rosario y Haedo están tan cerca como para ir y volver en el día y, sin embargo, para recorrer ese tramo corto, yo tenía que organizar algo muy parecido a una expedición. Los fines de semana que estaba en Rosario trataba de condensar el tiempo, sustraerle hasta la última gota de utilidad posible: visitarlo en terapia o en la sala, darle de comer, escuchar a los médicos, buscar órdenes y resultados de estudios, comprar lo que necesitara, estar con él, hablarle, acariciarlo. Y sostener a mi mamá y al resto de la familia porque no estaba sola en esto. Apretar todo en unos días y compensar la ausencia de la semana. Hacerme la ilusión de que eso era posible y no pensar en todo lo que faltaba cuando yo no estaba allí. Una especie de deuda renovable.
Mi papá no mejoraba. La fractura de cadera fue el primer indicio de su partida. Algo en su cerebro se apagó, él se recluyó dentro de sí o tal vez quedó atrapado allí dentro, sin poder desenredar la red de su pensamiento. De vez en cuando, él hablaba con mi mamá. Algunas veces como en sueños; otras, quizás pudo atrapar alguna idea volátil atravesando su mente y largarlo al aire, para que ella pudiera escucharlo. Tengo la certeza de que, cuando la trama de la razón se afloja y empieza a deshilacharse, son los afectos los que se hacen red y sostienen. Porque, aunque no hablara, la mirada que mi papá le prodigaba a mi mamá, aún cuando no había lucidez posible, era una mirada en la que sólo podía leerse amor como único sentido.
Llegó un día en que Fernando no quiso comer. Apretaba la mandíbula y los labios, como un nene caprichoso, ladeaba la cabeza. “Probá vos”, invitó mi mamá. Extendí la cuchara. Él me fulminó con sus ojos azules y en la niebla de su ensueño sentenció: “Retírese de acá”. Así, de usted, como si no me conociera. Me fui a llorar a otra parte, como tantas veces hacía, como todos hacíamos cada vez que nos quebraba la desesperanza, los designios médicos y la línea esa, entre dos puntos, que avanzaba. Nos dábamos cuenta de que avanzaba y no podíamos detenerla. Quién puede.
Noventa y pico de días. En esos tres meses hice trece viajes. Haedo, Rosario, Haedo. En ese entonces, yo tenía un Twingo. Al auto le había puesto Tom Wingo (solía ponerle nombre a muchas cosas) como el personaje de la película El príncipe de las mareas, dirigida y protagonizada por Barbra Streisand. A mi papá le encantaba Barbra Streisand.
Lo único que hacía era cargarle nafta y salir. No le controlaba el agua, ni el aceite. No le hacía mantenimiento. Sólo nafta y salir. Tuve suerte, eso lo supe mucho tiempo después. Era noble el Twingo.
En esos trece viajes aprendí que mi cuerpo necesitaba una dosis de azúcar cada dos horas para no dormirme. Me proveía de bocaditos, medallones de menta, obleas. Y mucho mate. Cuando viajaba con las chicas, cebaba la más grande. Poco a poco adquirí habilidad para matear sola mientras manejaba.
Conduje el Twingo ida y vuelta por el Acceso Oeste, el Camino del Buen Ayre, la Ruta 9, la Circunvalación. Con sol, con nubes, de noche, con lluvia, con viento. Con el sol del atardecer encandilándome y el cielo tiñéndose de rosas y naranjas, de frente y de costado, envolviéndome en un estallido de colores para que no sea todo tan oscuro y opaco. Trece viajes. Más de 7800 kilómetros: cálculos inútiles que hice mucho tiempo después, cuando el duelo adoptaba las formas más extrañas.
Llegó el día en que la línea se detuvo en su punto de llegada. Ese llamado lo recuerdo nítido, preciso. Primero, mi hermano, como tantas veces lo había hecho, me dio el parte médico de la jornada. Era la tarde del 18 de agosto, yo iba a buscar a mis hijas a la salida de la escuela. “Es cuestión de horas”, dijo que los médicos le habían dicho.
Supongo que llegué a casa con mis hijas, les serví algo de merienda y acordé con su papá que a la mañana temprano las pasara a buscar, que era cuestión de horas, me había dicho mi hermano que le habían dicho los médicos, que yo iba a viajar al otro día, al amanecer, que se quedara con las nenas. El tiempo, a pesar de hacerse denso, había empezado a flotar. A eso de las siete, ya sabía qué escucharía de la voz de mi hermano: “Papi ya se fue. No viajes ahora que se hace de noche y no tiene sentido, qué va a cambiar. Vení mañana”.
Lloré. Sentada en la cama, me balanceaba y repetía “mi papá, mi papá”. Era una nena chiquita, abandonada.
Al otro día viajé otra vez. Sin mate, sin bocaditos dulces, sin música. Con dolor y sola. Lo único que me alimentaba eran los mensajes de mis amigos al celular y el deseo de alcanzar el abrazo de mi familia, de mi hermano y de mi mamá. Llegué antes del mediodía. Dispusimos unas pocas horas para despedirlo. Como es nuestra tradición, ya con el ataúd cerrado, no volvería a verlo de otra forma que no fuera en mi recuerdo. Y era y es tan fuerte, tan perenne, tan arraigado, que no habría hecho falta verlo con los ojos.
Luego, volvería a viajar para dejar sus cenizas en el río.
Y después, como antes, como siempre, retomar la frecuencia natural de viajes para ver a la familia. Con otro auto, con mis hijas más grandes, con mi pareja.
Cuando estuvieron más elaboradas las culpas, los duelos, las faltas y los pendientes, cuando decidí que de mi papá, lo más valioso que guardaría serían sus abrazos, hace cosa de un año, escuché la canción Cuando, de Fandermole, cantada por Baglietto. Enlazadas a una bella melodía, escuché las palabras movimiento, pasión, dolor, sangre, papel, muerte, viven, pez, río, amparo, corazón, reloj, barcos, días, huesos, patria, ojos, sol, brazos, ceniza, amores, padre. Me apropié de su sentido y decidí que esa canción era tan Rosario, que condensaba a la ciudad y a mi papá de una manera indisoluble.
Cada tanto la escucho, en una especie de homenaje.
Ya no como una nena, pero, a veces, lloro.
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Giselle Aronson nació en Gálvez (Santa Fe), vivió en Rosario, en Capital y actualmente en Haedo. Es licenciada en Fonoaudiología y escritora. Publicó los libros de cuentos breves y microficciones “Cuentos para no matar y otros más inofensivos”, “Poleas”, “Sin ir más lejos” y “Orden del vértigo” y las novelas “Dos” y “Lo que no se sabe”. Además de trabajar en su consultorio con niños con dificultades en el lenguaje, en sus ratos libres coordina el ciclo literario “Crudo & Cocido” y talleres literarios en la localidad de Haedo. Confiesa que sueña con conocer Barcelona y trabaja en un proyecto de “podcast” literario de próxima difusión. También asegura que le gustan los monos, pero en su casa tiene dos gatos. Sigue viajando a Rosario con sus hijas y su pareja cada dos meses
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