Mundos íntimos. El cáncer llamó dos veces: yo me salvé, mi marido falleció.
Vivir, sobrevivir
Las enfermedades graves llegan con palabras duras. Por ejemplo, tasa de supervivencia. ¿Cómo se sienten esos conceptos desde lo humano? ¿Por qué uno puede pelear con éxito y otro no? ¿Está mal no querer seguir un tratamiento? La autora, que tuvo linfoma a los 18, cuenta su experiencia. Y la de quien luego fue su marido, que murió de un tumor en las vías biliares varias décadas después. Por Alejandra Petrella.
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Tengo más de 50 años y una vida intensamente vivida. Aun con luces y sombras, estoy agradecida por haber tenido otra oportunidad. Pero la alegría se diluye a poco que analice que otros –tan cercanos a mí– no la tuvieron. El cáncer me rodeó dos veces: yo estoy acá, pero quien fue el amor de mi vida, no.
1.- Cómo saber de un linfoma a los 18.
Terminado el secundario y previo a empezar Abogacía, decidí mejorar mi desalineado aspecto. Arranqué con running pero jadeé desde la primera vuelta. Se lo atribuí a mis kilos, y el dietista que elegí al azar de mi prepaga, atinadamente, me ordenó unos análisis. Su resultado decía:franca adenopatía del mediastino, linfoma?
En la clínica en la que trabajaba un tío me hicieron una tomografía (de avanzada para entonces) y empezó así una vorágine de cuyos primeros días tengo un registro parcial. Mi incertidumbre –se sumaba a la época de poco diálogo, el que mis padres transitaban un proceso de divorcio por infidelidades varias de mi viejo– era total. Justamente fue su aparición la que me alertó respecto de la gravedad de la cosa, ya que hacía rato que no pisaba nuestra casa de raigambres ítalo cristianas.Los hijos de los divorcios éramos una rara avis –máxime en el colegio de monjas al que fui toda mi vida– y yo era la única con un papá que “no vivía en su casa”.
Relato estas circunstancias porque me llevaron a ser la típica chica “sobreadaptada”. Luego entendí que la verdad de Perogrullo “el cuerpo habla” es mucho más que eso: el contexto de una vida condiciona el surgimiento de las enfermedades. Me dijeron que al día siguiente me harían una biopsia y pensé que todo terminaría con eso. Uno no entiende, y menos imagina –con la ingenuidad de los 18–, que puede tener cáncer. Ese día empezó un camino contra mi enfermedad –linfoma de Hodgkin–, hoy curable en un gran porcentaje, en aquel momento con muy escaso margen de remisión (el 10%).
Sería hurgar en cuestiones tantas veces contadas referirme a lo que implican los tratamientos contra la “cruel enfermedad”. En mi caso,biopsia del cuello primero; punción de hígado y médula óseay una larga internación en el Hospital Italiano después; meses de cobaltoterapia que me dejaron flaca y pelada, y de quimioterapia que me hacía vomitar tres días.
Pasado un tiempo, ya era la típica enferma de cáncer: el pelo empezó a crecer dando cuenta de que se había caído, y estaba terriblemente hinchada como producto de los corticoides. La mirada del otro estigmatiza: la pobre chica joven cancerosa, digna de la película más lacrimógena de Hollywood.
Y la vida seguía, pese a que yo tuviera cáncer.
Un lunes a la mañana rumbo a mi quimio, mirando por la ventanilla delfitito de mi vieja, empecé a sentir profunda envidia por los chicos que iban al cole, los oficinistas que iban a sus laburos, las amas de casa que iban a la feria; yo también quería una vida normal. Y, como si me atravesara un rayo, tuve la profunda convicción que iba a volver a tenerla, que era la dueña de mi cuerpo que quería saber qué le pasaba y curarme. Merecía eso. La bronca contra la enfermedad fue la que me dio las herramientas para pelearla.
El primer acto de rebeldía de mi vida fue ir a la biblioteca de la Facultad de Medicina a leer respecto del linfoma, su origen y su cura. En años sin internet y de tratamientos contra el cáncer menos avanzados, enfrentarme a su primera definición (“tipo de cáncer en los ganglios linfáticos, cuyo desenlace es fatal”) fue muy fuerte. Hoy ya no se habla del cáncer como enfermedad mortal, aunque todavía nos da miedo enfrentar su oscuridad. También leí respecto de los “cruentos” tratamientos (lo que no me sorprendió porque los estaba transitando), las tasas de mortalidad, y el pronóstico; y decidí que quería estar en ese magro porcentaje de los que se “curaban”. Tenía demasiados proyectos que no iba a perderme, como llegar a ser jueza, y la vida me acompañó porque lo logré con los años. Hablé con mi oncólogo, el doctor Alfredo Precerutti –maestro de hematólogos, un investigador que dio nombre a la Sala de Microscopía del Hospital Italiano– y a partir de allí supe cada paso que emprenderíamos. Aguantó mis insolencias por años, se alegró cuando me recibí de abogada y gracias a él pude enfrentar la muerte con quien hizo de la lucha contra ella su propia vida.
En ese momento era inimaginable una Ley de los Derechos del Paciente, sin embargo, con menos ley y más humanidad, pude transitar con mi médico un camino que me llevó, incluso, a poder ayudar a otros. Hoy sabemos que tenemos derecho a reclamar cuidado por parte de un equipo interdisciplinario que contenga nuestros miedos y nos acompañe. El proceso es largo, asusta, angustia y requiere múltiples herramientas que no son solamente científicas; a veces se vinculan con una sanación integral. De quien padece y de quien acompaña.
El tratamiento pasó, la enfermedad remitió; me hice controles mensuales primero, semestrales después, y pasados cinco años pude sentir el alivio que espera todo aquel que haya pasado por un cáncer: remisión total. No me curé, el cáncer no se cura, remite –u hoy– se cronifica. Mentiría si dijera que el fantasma me abandonó, pero soy lo más parecido a alguien que se “repuso” de un cáncer. Crecí, estudié, laburé, me casé y tuve hijos (con dificultades dado que en ese momento no se congelaban óvulos, apenas se priorizaba salvar vidas). Sin embargo, cada hecho fue vivido como una oportunidad única, otra chance que se me daba.
En definitiva, la experiencia me dejó lo que todos cuentan: más fuerzas para avanzar, cumplir los objetivos propuestos y disfrutar, pese a haberme vuelto adulta a los 18. Pero haberlo tenido no te inmuniza de otros dolores; y menos del cáncer ajeno.
Y te puede tocar de nuevo, de cerca.
2.- Otra vez.
Muchos años después, habiendo vuelto de unas vacaciones en familia y cuando parecía que por fin la vida se había acomodado (chicos encaminados, economía equilibrada, pareja estabilizada luego de unos cuantos temporales), mi marido se despertó un día con la tez amarilla. Hombre duro de campo, pensó en un ataque al hígado, sin darle trascendencia. Luego de análisis varios con valores alterados, ingresó al CEMIC para una cirugía exploratoria en la que le detectaron un adenocarcinoma –tumor de Klatskin, confirmado después por la biopsia–, o sea un cáncer en las vías biliares, en principio inoperable por su ubicación y sin tratamiento efectivo conocido.
Recorrimos varios médicos, hicimos interconsultas con el exterior, pero él –que era un guerrero– no se dio por vencido fácilmente: vivió cuatro años. Hubo metástasis posteriores tratadas con radiofrecuencia y quimioterapia que por los constantes efectos secundarios, y dado que la remisión se tornaba inalcanzable por la extensión de las lesiones, hubo que suspender. Esta vez la estadística no nos acompañó y el costo de vivir fue alto: una operación, semanas eternas en terapia intensiva, meses de cuidados intensivos que minaron su calidad de vida y lo dejaron agotado.
Cuando su papá se enfermó nuestra hija menor tenía trece años. Pudo acompañarla al empezar su secundaria, en sus quince años, en el inicio de su rebelde adolescencia. Creo que fue una prueba de amor hacia ella. Como nunca habíamos podido darnos grandes gustos, decidimos hacer un viaje –previo a buscar el resultado del CA 19, análisis que da cuenta de la extensión del cáncer– y nos fuimos a Cuba. Disfrutamos. Al volver, me enteré que él sabía desde antes de irnos que los valores habían dado altísimos. Otra muestra de amor. Quedaba poco por hacer: nuevas quimioterapias experimentales para prolongar la vida, tratamientos alternativos, búsquedas mágicas de curas inexistentes. O abandonar la lucha.
Creo que mi marido no murió de cáncer, se cansó de pelear, y el último año, cuando el deterioro físico era importante porque lo imposibilitaba para enfrentar su vida cotidiana, se dejó vencer. Un día, flaco pero hinchado por la retención de líquidos que provoca –ascitis–, con dolores en el cuerpo que ya ni la morfina ni los corticoides calmaban, quiso internarse, decirle basta al encarnizamiento terapéutico(pese a que para los oncólogos siempre hubiera una quimio más, incluso sabiendo que sus efectos colaterales poco justifican la prolongación de vida que prometen).
Ese día, que sabíamos que el final estaba llegando, Marcia, una médica de guardia –después supe que su pareja había fallecido hacía poco–, me habló por primera vez de los cuidados paliativos y la muerte digna. Hoy aprendí desde el Derecho lo que el dolor no me dejó ver entonces: que la dignidad humana, tan ausente al hablar de la vida y la muerte, es un componente indeleble del derecho a la salud. Y sabemos que tomada como soporte de los derechos humanos, imprime una inequívoca preferencia por la protección de las personas en situación de vulnerabilidad. Qué bueno sería si médicos y pacientes pudiésemos incorporar empáticamente estos conceptos. Insisto en ello para no sentir que treinta años después me rodea el mismo silencio.
El cáncer es una enfermedad de mierda. Hay quienes pelean y se curan. Otros conviven años con ella. Y algunos se van, con más o menos sufrimiento. No hay que tener miedo de hablar de eso. Ni de preguntarle a los médicos sobre los tratamientos y sus consecuencias, reclamar en hospitales, prepagas u obras sociales la información necesaria, la medicación en tiempo y forma. Cada uno es dueño de su propio cuerpo, y de poder decidir si quiere prolongar su vida, aun a costa de deteriorar su calidad. Someterse a cruentos tratamientos o irse en paz de este mundo. Dar batalla hasta el final o abandonar la lucha por cansancio. Pero debe ser cada uno. Y no el sistema y sus condicionantes económicos. No los oncólogos, los laboratorios o las ansias de engrosar las estadísticas de supervivencia.
Ya hice mi duelo, que dolió y mucho. A partir de eso, intento hacer aportes para caminar hacia una medicina más cerca de la gente. Compatibilizar la medicina y la dignidad humana es el desafío pendiente. Y para ello hay que hablar de cáncer con todas las letras, aunque a veces signifique hablar de duelo.
Sí sé que mi marido se fue como vivió: rodeado de afectos, entre el whisky que tomamos aquella noche –claramente sin anuencia médica– y milanesa con papas fritas como última cena. Luego la morfina lo adormeció y nos fuimos despidiendo. Le dijimos que lo dejábamos ir, pese a que se resistía. Una noche, dormida a su lado, me despertó el sutil ruido de su alianza cayendo al piso. Ya no respiraba. Ese momento, en el que parte de él se había ido y yo estaba ahí, solos en la habitación 403 del CEMIC, fue el más desgarrador de mi vida. Lo besé y me quedé mirándolo no sé cuánto rato.
El médico tardó en llegar. Pude sentir la indiferencia del sistema frente a la inexorabilidad de la muerte: cuando la muerte acecha, para el oncólogo esa persona ya no es su paciente; y para el resto del aparato médico es solo alguien esperando el fin de la vida. Parece cruel y duro, pero es así. Mi cáncer y el de quien fue mi compañero durante veinte años, me enseñaron que la vida es efímera, que a veces pende de un hilo y que se define como la pelota de tenis sobre el borde de la red: vivir o morir.
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Alejandra Petrella Doctora en Derecho, jueza, profesora. Asegura que si tuviera que elegir un lugar en el mundo sería su Juzgado (Contencioso Administrativo y Tributario Nº 12 de la Ciudad Buenos Aires). Los fines de semana disfruta con cosas sencillas como cuidar las plantas de su terraza en la que lee el diario tomando café. Alejandra publicó el libro “Salud Mental y Salud Pública en la Ciudad de Buenos Aires”. Le encanta la música, y escuchar la canción “Força Estranha” cantada por Gal Costa porque la identifica: fue una constante en su vida sacar fuerza de los lugares más remotos y salir adelante. Su sostén son los afectos (la familia que tiene y la que eligió).
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