Mundos íntimos. Mi residencia médica: curar entre momentos de violencia y sexo
Hospital en problemas.Corrían los años 90 y el autor iniciaba sus prácticas en el Gran Buenos Aires. Su formación se vio cruzada por un clima de fin de mundo. Pacientes con necesidades infinitas, drogas y peleas –incluso con armas de fuego– generaban un clima denso, muy diferente al que se asocia con un espacio de salud. Una realidad que hoy aún persiste en varias zonas.
Escuchamos tres disparos afuera de la sala de Urgencias.
–Son ellos o vos, pibe, me decía el cirujano interno (y subcomisario médico de la Bonaerense) mientras deslizaba la corredera de una Glock y miraba mi cara de terror. –Si vas a seguir viniendo después de esto, acordate: ellos o vos.
Los dos estábamos a cubierto en un box de la guardia del Hospital Municipal Diego Thompson de San Martín, año 95, resistiendo con dientes apretados el embate del grupo familiar de un delincuente cosido a plomo que murió en una camilla de la sala, a poco de llegar. Otro médico cerró a tiempo el portón delantero (donde se había empezado a concentrar el grupo de familiares y amigos del chorro), justo antes que empezaran los golpes a la puerta, las patadas y los insultos.
Los disparos trajeron el pánico. Hubo que cerrar entonces el portón trasero de la sala de guardia, que conectaba al patio del hospital, y con el restante equipo de médicos, enfermeras y pacientes permanecimos encerrados durante varias horas, escuchando corridas, detonaciones e intentos de derribar las puertas.
Cada uno encontró su lugar para ocultarse. La jefa de practicantes lloraba sin consuelo. Los pacientes, en su mayoría borrachos y ancianos conectados a pies de suero, miraban sin dar crédito a su mala suerte.
Se hizo de noche. El incidente terminó en un gran susto y nada más. El cirujano nunca tuvo que usar su arma pero sus palabras perduraron en mi cabeza. “Ellos o vos”. No entendí del todo la oscura implicancia de esa expresión en boca de alguien que trabajaba de curar.
Era mi primer día en Urgencias. Yo tenía veintiún años, la aspiración de convertirme en médico y la necesidad de empezar mis prácticas voluntarias, no rentadas, en la guardia de algún hospital. A ese hospital “de campaña” caímos cinco estudiantes de medicina con la idea de acercarnos a la experiencia del trabajo de campo.
Aún no sabíamos aplicar una inyección, no sabíamos de ampollas, ni sondas ni sueros. En todo el año que siguió aprendimos a los golpes, tuvimos contacto permanente con el sufrimiento ajeno, con la miseria del alma y del bolsillo, conocimos la impotencia ante la muerte misma. Pero también la solidaridad, el compromiso y el deslumbramiento por el saber de los que nos preceden.
Practiqué ahí durante diez meses más y luego me dediqué por entero a los libros. Por fin, pocos años después, llegó la graduación en la Facultad. El concurso de Residencia me dejó el amplio panorama del conurbano como destino de mi especialización médica y elegí el mismo hospital municipal de mis primeras prácticas, por aquello de mejor infierno conocido.
Regresé con la frente en alto y los pasos firmes que, pensé, me permitía el título en la mano. Pronto tuve que aprender a usar zapatos más cómodos. Y a bajar la cabeza. Ningún otro trabajo civil tiene tan acentuado el carácter verticalista (a la manera militar) que una residencia médica. Los residentes de primer año (los soldaditos vírgenes) obedecen a fe ciega a los de segundo (agentes de segundo orden), y estos a los de tercer año (oficiales casi consagrados), y así continúa la pirámide ascendente de poder hasta el jefe de servicio.
El régimen de trabajo y horarios es poco menos, o poco más, que perverso. Guardias extenuantes de 24 horas que se continúan con las jornadas habituales de ocho a cuatro. Responsabilidades por encima de lo aconsejable (para el joven médico pero, sobre todo, para los pacientes que dependen de su criterio) y humillaciones que sonrojarían al sargento Hartman de Nacido para matar.
La profesión, tan temprano, empezaba a incomodarme. Elegí especializarme en Pediatría. Fue determinante el contexto temporal: se aproximaba el fin de siglo. La experiencia neoliberal pudría cada vez más los cimientos de nuestra comunidad y empezaban a rodar sus elementos más susceptibles. Los veías llegar derrotados a la guardia, hombres desocupados, madres que cargaban bebés azules, con los pies cansados después de kilómetros de marcha ante la falta de dinero para un colectivo, parias sin hogar que se juntaban en el hall en busca de techo y alimentos de sobra del hospital.
También atendíamos, y no pocas veces, al lumpenaje de la zona, refugiado en los barrios inaccesibles que proliferaban en el Partido.
Nuestro trabajo tomó así una función paradójica: componíamos los mismos elementos que luego descomponían la sociedad. Que nos asaltaban o secuestraban a la salida misma del hospital.Nuestro ánimo se alteró y cerró sus filas: “Ellos o vos”.
El nuevo siglo arrancó. La presión aumentaba para todos. La provincia declaraba la emergencia económica, los insumos desaparecían, el comedor sólo ofrecía sopa y pan, y debíamos suspender seguido el arduo trabajo para manifestarnos a los gritos y cacerolazos frente a la Municipalidad por la recuperación de nuestros sueldos.
El personal para atención raleaba por las licencias psiquiátricas que producía el burn-out, el síndrome de «cabeza quemada». Los pacientes se impacientaban y dirigían su odio hacia vos. En la puerta de guardia te comías rosarios de puteadas, escupitajos y algún sopapo.
Empecé a escribir en los tiempos muertos, un vicio de mi adolescencia, más por una necesidad vital de purgar mi cabeza que por un ansia de expresión creativa.
El país entero se caía junto con nosotros. Y sin embargo, estirabas cada día la cabeza, buscando aire: el sexo, nunca tanto como en esa época. Era sexo por inercia, sexo por ansiedad, sexo por desesperación. A pesar de la malaria económica, mi rango profesional ascendía, y con él, mi poder sobre residentes inferiores, sobre practicantes encandiladas, sobre instrumentadoras o enfermeras, sobre la chica del kiosco.
El víper fue reemplazado en el cinto por la increíble novedad de los teléfonos portátiles. Éramos cowboys de guardapolvo y pecho inflado que recorríamos los pasillos atestados, cowboys agotados y pobres, y aún así sexualmente hiperactivos.
Entonces llegó Alejandra. Su presencia me tomó por sorpresa en la sala de internación cuando fui asignado a la atención de su bebé, una ratita prematura que se entibiaba dentro de una incubadora. Era una princesa de la villa 9 de Julio, una princesa real, elegida por concurso entre las jóvenes más bellas del barrio. No cumplía los veinte todavía,tenía un físico deslumbrante y unos ojos verde agua que contrastaban con el pelo azabache y la piel trigueña. Y era pícara. Muy.
–Por fin uno jovencito– dijo cuando me acerqué a revisar al bebé, y las demás madres hacinadas en la modesta sala de internación rieron.
Casi me sonrojé y escapé del comentario con seriedad profesional. Los comentarios siguieron a diario, siempre para aguijonearme.
–¿Sabe que soñé con usted ayer, doctor? ¡Las cosas que hacíamos!
Fue suficiente para que la chica empezara a ser parte de mis fantasías secretas. Ahora deseaba llegar cada día a la sala y recibir alguno de sus sucios arpones verbales. Nunca pasé de una sonrisa con ella.
Un día, al acercarme a mi evaluación diaria, encontré a un inspector de la Primera que la interrogaba. Supe después en el despacho de médicos, por propia boca del policía, que el papá del niño era un peligroso delincuente prófugo.
Supe acercarme entonces a Alejandra con más cuidado. Cuando el prematuro estuvo de alta, mandé al residente inferior a preparar el papeleo en la sala y despedir a la joven mamá. La observé de lejos, se retiraba sola con su bebé envuelto en una frazada.
En el medio el país explotó con el calor de diciembre. Año 2001. El presidente huía en helicóptero y el avión iba en picada con cinco pilotos sucesivos que no podían detener el desastre.
Me harté de la medicina y de los pacientes. No quería estar más cerca del sufrimiento de los demás, me alcanzaba con el mío. Había caído finalmente en el burn out tan temido. Las guardias se me hacían eternas y abracé una adicción a medicamentos que me mantenían el ánimo y el ojo abierto durante las horas difíciles. Escribía entre atención y atenciónel borrador de una novela parecida a mi propia vida.
En ese tren de pesares reapareció Alejandra. Tocó a la puerta del servicio para convidarme una barra de chocolate, en agradecimiento. Y a mí, que no me importaba más nada, se me erizaron los pelos de la nuca, erupcionaron los colmillos de lobo feroz.
Cogimos esa vez en la dependencia abandonada a la que tan buen uso le dábamos los residentes. Fue un descenso a lo abisal, el descenso feliz a un lugar donde podía olvidarlo todo. Lo seguimos haciendo en adelante, nunca fuera del hospital, a escondidas, en baños y apartados clandestinos y oscuros. Alejandra era una droga.
Pero el hospital es un ecosistema peligroso. Todo circula, las paredes (y las enfermeras sobre todo) hablan. Recordé al novio prófugo y empecé a estar paranoico, a mirar a uno y otro lado en los pasillos repletos de gente. Creía ver sombras acechantes todo el tiempo.
Y aparecieron ellos. Las sombras tomaron forma en dos muchachos de gorrita y aspecto amenazante. Eran amigos de mi chica tóxica, uno tenía una herida de bala en la pierna y el otro en el brazo. Venían del saqueo a un supermercado.
Tuve que curarlos luego de mi horario laboral, y varias veces más. El sexo con Alejandra tenía algo de transacción con esa nueva función mía de atender a sus amigos delincuentes.
“Ellos o vos”. De repente fui ellos en ese tiempo.
El tiempo se aceleró, el consumo de pastillas aumentó. Estaba atado a muchas cosas y adopté un carácter apático y cínico con mis colegas.
Una noche de guardia apareció el comisario inspector.
–El marido de la piba, ¿se acuerda?, el prófugo –me dijo de la nada– cayó abatido en la Rana. Me puso una mano en el hombro, me guiñó el ojo y sonrió con una mueca.
–Igual aléjese de la piba. Trae esa gente, esos pendejos que venden merca acá adentro también.
Quedé paralizado, ni siquiera asentí y lo vi perderse.
No quise cruzarme más con Alejandra. Esquivaba rápido los corredores y permanecía dentro del servicio. El tiempo de la residencia terminaba de todos modos, y me dejé absorber sin resistirme por el sector privado. Ahí no había más guita, sí menos riesgo.
“Ellos o vos”. Pero, ¿quiénes son ellos después de todo? ¿Los chorros, los pacientes, el sistema de salud? Porque asumir eso supone que yo sea parte de “ellos” para cualquier otro. Una guerra de todos contra todos.
Dejé el hospital con el título de especialista en Pediatría. Poco después, mientras caminaba por la Plaza San Martín, volví a ver a Alejandra. Iba en el asiento acompañante de un auto. Me pareció que ella miraba hacia la Plaza pero no hubo un gesto. Parecía ciega con sus ojos clarísimos, parecía perdida en el torbellino de su vida, del cual yo me alejaba despacio, como flotando hacia la luz, después del abismo.
–Son ellos o vos, pibe, me decía el cirujano interno (y subcomisario médico de la Bonaerense) mientras deslizaba la corredera de una Glock y miraba mi cara de terror. –Si vas a seguir viniendo después de esto, acordate: ellos o vos.
Los dos estábamos a cubierto en un box de la guardia del Hospital Municipal Diego Thompson de San Martín, año 95, resistiendo con dientes apretados el embate del grupo familiar de un delincuente cosido a plomo que murió en una camilla de la sala, a poco de llegar. Otro médico cerró a tiempo el portón delantero (donde se había empezado a concentrar el grupo de familiares y amigos del chorro), justo antes que empezaran los golpes a la puerta, las patadas y los insultos.
Los disparos trajeron el pánico. Hubo que cerrar entonces el portón trasero de la sala de guardia, que conectaba al patio del hospital, y con el restante equipo de médicos, enfermeras y pacientes permanecimos encerrados durante varias horas, escuchando corridas, detonaciones e intentos de derribar las puertas.
Cada uno encontró su lugar para ocultarse. La jefa de practicantes lloraba sin consuelo. Los pacientes, en su mayoría borrachos y ancianos conectados a pies de suero, miraban sin dar crédito a su mala suerte.
Se hizo de noche. El incidente terminó en un gran susto y nada más. El cirujano nunca tuvo que usar su arma pero sus palabras perduraron en mi cabeza. “Ellos o vos”. No entendí del todo la oscura implicancia de esa expresión en boca de alguien que trabajaba de curar.
Era mi primer día en Urgencias. Yo tenía veintiún años, la aspiración de convertirme en médico y la necesidad de empezar mis prácticas voluntarias, no rentadas, en la guardia de algún hospital. A ese hospital “de campaña” caímos cinco estudiantes de medicina con la idea de acercarnos a la experiencia del trabajo de campo.
Aún no sabíamos aplicar una inyección, no sabíamos de ampollas, ni sondas ni sueros. En todo el año que siguió aprendimos a los golpes, tuvimos contacto permanente con el sufrimiento ajeno, con la miseria del alma y del bolsillo, conocimos la impotencia ante la muerte misma. Pero también la solidaridad, el compromiso y el deslumbramiento por el saber de los que nos preceden.
Practiqué ahí durante diez meses más y luego me dediqué por entero a los libros. Por fin, pocos años después, llegó la graduación en la Facultad. El concurso de Residencia me dejó el amplio panorama del conurbano como destino de mi especialización médica y elegí el mismo hospital municipal de mis primeras prácticas, por aquello de mejor infierno conocido.
Regresé con la frente en alto y los pasos firmes que, pensé, me permitía el título en la mano. Pronto tuve que aprender a usar zapatos más cómodos. Y a bajar la cabeza. Ningún otro trabajo civil tiene tan acentuado el carácter verticalista (a la manera militar) que una residencia médica. Los residentes de primer año (los soldaditos vírgenes) obedecen a fe ciega a los de segundo (agentes de segundo orden), y estos a los de tercer año (oficiales casi consagrados), y así continúa la pirámide ascendente de poder hasta el jefe de servicio.
El régimen de trabajo y horarios es poco menos, o poco más, que perverso. Guardias extenuantes de 24 horas que se continúan con las jornadas habituales de ocho a cuatro. Responsabilidades por encima de lo aconsejable (para el joven médico pero, sobre todo, para los pacientes que dependen de su criterio) y humillaciones que sonrojarían al sargento Hartman de Nacido para matar.
La profesión, tan temprano, empezaba a incomodarme. Elegí especializarme en Pediatría. Fue determinante el contexto temporal: se aproximaba el fin de siglo. La experiencia neoliberal pudría cada vez más los cimientos de nuestra comunidad y empezaban a rodar sus elementos más susceptibles. Los veías llegar derrotados a la guardia, hombres desocupados, madres que cargaban bebés azules, con los pies cansados después de kilómetros de marcha ante la falta de dinero para un colectivo, parias sin hogar que se juntaban en el hall en busca de techo y alimentos de sobra del hospital.
También atendíamos, y no pocas veces, al lumpenaje de la zona, refugiado en los barrios inaccesibles que proliferaban en el Partido.
Nuestro trabajo tomó así una función paradójica: componíamos los mismos elementos que luego descomponían la sociedad. Que nos asaltaban o secuestraban a la salida misma del hospital.Nuestro ánimo se alteró y cerró sus filas: “Ellos o vos”.
El nuevo siglo arrancó. La presión aumentaba para todos. La provincia declaraba la emergencia económica, los insumos desaparecían, el comedor sólo ofrecía sopa y pan, y debíamos suspender seguido el arduo trabajo para manifestarnos a los gritos y cacerolazos frente a la Municipalidad por la recuperación de nuestros sueldos.
El personal para atención raleaba por las licencias psiquiátricas que producía el burn-out, el síndrome de «cabeza quemada». Los pacientes se impacientaban y dirigían su odio hacia vos. En la puerta de guardia te comías rosarios de puteadas, escupitajos y algún sopapo.
Empecé a escribir en los tiempos muertos, un vicio de mi adolescencia, más por una necesidad vital de purgar mi cabeza que por un ansia de expresión creativa.
El país entero se caía junto con nosotros. Y sin embargo, estirabas cada día la cabeza, buscando aire: el sexo, nunca tanto como en esa época. Era sexo por inercia, sexo por ansiedad, sexo por desesperación. A pesar de la malaria económica, mi rango profesional ascendía, y con él, mi poder sobre residentes inferiores, sobre practicantes encandiladas, sobre instrumentadoras o enfermeras, sobre la chica del kiosco.
El víper fue reemplazado en el cinto por la increíble novedad de los teléfonos portátiles. Éramos cowboys de guardapolvo y pecho inflado que recorríamos los pasillos atestados, cowboys agotados y pobres, y aún así sexualmente hiperactivos.
Entonces llegó Alejandra. Su presencia me tomó por sorpresa en la sala de internación cuando fui asignado a la atención de su bebé, una ratita prematura que se entibiaba dentro de una incubadora. Era una princesa de la villa 9 de Julio, una princesa real, elegida por concurso entre las jóvenes más bellas del barrio. No cumplía los veinte todavía,tenía un físico deslumbrante y unos ojos verde agua que contrastaban con el pelo azabache y la piel trigueña. Y era pícara. Muy.
–Por fin uno jovencito– dijo cuando me acerqué a revisar al bebé, y las demás madres hacinadas en la modesta sala de internación rieron.
Casi me sonrojé y escapé del comentario con seriedad profesional. Los comentarios siguieron a diario, siempre para aguijonearme.
–¿Sabe que soñé con usted ayer, doctor? ¡Las cosas que hacíamos!
Fue suficiente para que la chica empezara a ser parte de mis fantasías secretas. Ahora deseaba llegar cada día a la sala y recibir alguno de sus sucios arpones verbales. Nunca pasé de una sonrisa con ella.
Un día, al acercarme a mi evaluación diaria, encontré a un inspector de la Primera que la interrogaba. Supe después en el despacho de médicos, por propia boca del policía, que el papá del niño era un peligroso delincuente prófugo.
Supe acercarme entonces a Alejandra con más cuidado. Cuando el prematuro estuvo de alta, mandé al residente inferior a preparar el papeleo en la sala y despedir a la joven mamá. La observé de lejos, se retiraba sola con su bebé envuelto en una frazada.
En el medio el país explotó con el calor de diciembre. Año 2001. El presidente huía en helicóptero y el avión iba en picada con cinco pilotos sucesivos que no podían detener el desastre.
Me harté de la medicina y de los pacientes. No quería estar más cerca del sufrimiento de los demás, me alcanzaba con el mío. Había caído finalmente en el burn out tan temido. Las guardias se me hacían eternas y abracé una adicción a medicamentos que me mantenían el ánimo y el ojo abierto durante las horas difíciles. Escribía entre atención y atenciónel borrador de una novela parecida a mi propia vida.
En ese tren de pesares reapareció Alejandra. Tocó a la puerta del servicio para convidarme una barra de chocolate, en agradecimiento. Y a mí, que no me importaba más nada, se me erizaron los pelos de la nuca, erupcionaron los colmillos de lobo feroz.
Cogimos esa vez en la dependencia abandonada a la que tan buen uso le dábamos los residentes. Fue un descenso a lo abisal, el descenso feliz a un lugar donde podía olvidarlo todo. Lo seguimos haciendo en adelante, nunca fuera del hospital, a escondidas, en baños y apartados clandestinos y oscuros. Alejandra era una droga.
Pero el hospital es un ecosistema peligroso. Todo circula, las paredes (y las enfermeras sobre todo) hablan. Recordé al novio prófugo y empecé a estar paranoico, a mirar a uno y otro lado en los pasillos repletos de gente. Creía ver sombras acechantes todo el tiempo.
Y aparecieron ellos. Las sombras tomaron forma en dos muchachos de gorrita y aspecto amenazante. Eran amigos de mi chica tóxica, uno tenía una herida de bala en la pierna y el otro en el brazo. Venían del saqueo a un supermercado.
Tuve que curarlos luego de mi horario laboral, y varias veces más. El sexo con Alejandra tenía algo de transacción con esa nueva función mía de atender a sus amigos delincuentes.
“Ellos o vos”. De repente fui ellos en ese tiempo.
El tiempo se aceleró, el consumo de pastillas aumentó. Estaba atado a muchas cosas y adopté un carácter apático y cínico con mis colegas.
Una noche de guardia apareció el comisario inspector.
–El marido de la piba, ¿se acuerda?, el prófugo –me dijo de la nada– cayó abatido en la Rana. Me puso una mano en el hombro, me guiñó el ojo y sonrió con una mueca.
–Igual aléjese de la piba. Trae esa gente, esos pendejos que venden merca acá adentro también.
Quedé paralizado, ni siquiera asentí y lo vi perderse.
No quise cruzarme más con Alejandra. Esquivaba rápido los corredores y permanecía dentro del servicio. El tiempo de la residencia terminaba de todos modos, y me dejé absorber sin resistirme por el sector privado. Ahí no había más guita, sí menos riesgo.
“Ellos o vos”. Pero, ¿quiénes son ellos después de todo? ¿Los chorros, los pacientes, el sistema de salud? Porque asumir eso supone que yo sea parte de “ellos” para cualquier otro. Una guerra de todos contra todos.
Dejé el hospital con el título de especialista en Pediatría. Poco después, mientras caminaba por la Plaza San Martín, volví a ver a Alejandra. Iba en el asiento acompañante de un auto. Me pareció que ella miraba hacia la Plaza pero no hubo un gesto. Parecía ciega con sus ojos clarísimos, parecía perdida en el torbellino de su vida, del cual yo me alejaba despacio, como flotando hacia la luz, después del abismo.
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Martín Doria. Médico y escritor, nació en Barranquilla, Colombia, en 1973 de padres argentinos y vino a vivir a Buenos Aires en su adolescencia. Es pediatra emergentólogo y especialista en Medicina Social y Comunitaria. Asegura que las esquirlas de su vida en urgencias pueblan su novela “Postales de Río” premiada en el Festival Internacional de Novela Negra Azabache. Es autor también de “La extranjera”, que ganó el Premio Manuel Zapata Olivella en Colombia. Le gusta el cine (estudió Guión y Dirección de Fotografía), dibujar y tocar la guitarra. Vive en Buenos Aires, tiene dos hijos y ningún perro. Sigue trabajando en urgencias, más allá de la General Paz.
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